21 de diciembre de 2014

Una poética para empezar


Gemma Pellicer y Fernando Valls me pidieron en 2010 una poética del cuento para su antología Siglo XXI. Aunque ha llovido, sigo estando bastante de acuerdo con algunas cosas, excepto con eso de la "forma ligera". 





Nunca se me ocurrió pensar que los relatos fuesen breves, sino la medida exacta de la narración. Esto es algo que todos los niños saben, aunque luego lo olviden al hacerse mayores, leyendo novelas. Yo también me hice adulto, yo también he sido un lector omnívoro, pero a la hora de escribir ficción no he pensado en otra cosa que en cuentos, sin recelar jamás de su brevedad. Tal vez porque de pequeño me dormía oyéndolos, o porque el primer libro que tuve en las manos fue El Cascanueces de Hoffmann, y aquellas iniciales experiencias del placer del relato, comunes a tantos niños, dejaron en mí una especie de obstinada fidelidad, una impronta que por alguna razón nunca se borró. 

Lo cierto es que, en activo o en barbecho, siempre me he sentido cuentista. No se me ocurrió que escribir cuentos fuera preparación para empresas mayores, sino un tipo de trabajo específico, aleación de orgullo y humildad, una artesanía centrada en la silenciosa realización de la obra, con sus leyes y tiempos propios, un destino. 

Es difícil saber qué es un buen relato, pero a veces –de forma misteriosa– uno lo reconoce cuando se lo encuentra. A los relatos les pasa como a los poemas, que o son muy buenos o no son. Para tratar de averiguar algo sobre su naturaleza he tenido a mi favor el haber sentido una fuerte curiosidad, en la vida y en la literatura. Siempre me han atraído los otros. Por eso he disfrutado tanto de escritores distantes, de tradiciones que he percibido como ajenas. Kafka, Borges, Buzzatti, Arlt, Pere Calders, Fernández Cubas, Clarice Lispector, Dinesen, Cunqueiro, Kawabata, Arreola, Bruno Schulz, qué sé yo. Por la misma razón no he dejado nunca de apreciar los textos-juego, los argumentos ingeniosos, los finales con truco, las pirotecnias verbales e imaginativas, la creación de universos imposibles. Aunque la mejor manera de tratar de saber qué son los relatos consiste en escribirlos. Descubrí entonces que prefería contar historias tristes de forma ligera. Tratar sencillamente de conmover. Hurgar en las heridas compartidas, pues es en las heridas donde cicatrizan las mejores historias. La felicidad no escribe. La narración es una forma de conocimiento. Y vi –pero después– que muchos de mis personajes se enfrentaban a dilemas morales, a decisiones cuyas consecuencias no acababan de entender, a encrucijadas que los iban a marcar. Las historias de mis cuentos tenían lugar en el momento de la herida o algo más tarde, cuando ya no había remedio y todo era sufrir sus consecuencias en forma de miedos, errores, violencias, silencios, perplejidades. 

Admiro el famoso mecanismo de relojería, pero no creo que sea imprescindible en un cuento. Hay cuentos digresivos e imperfectos que son maravillosos. También niego, frente a lo que se ha dicho tantas veces, que haya que conocer el final del cuento que se está escribiendo, saber exactamente adónde se va. No es esa mi experiencia. A menudo he arrancado a partir de una imagen, de la semilla de una historia y nada más. Escribir es ir descubriendo lo que se quiere decir, dijo Max Aub.

Mis relatos no buscan ser originales. La originalidad en la que creo consiste en una versión personal de las tradiciones. Intento más que nada escribir desde la necesidad, escribir lo que no tengo más remedio que contar. Decía Flannery O'Connor que para que un cuento pueda producir un shock en el lector antes debe habérselo producido al escritor. Intento llevar a cabo esta máxima, y entre cuento y cuento acudo a mis dioses tutelares, a mi familia elegida, una pequeña tropa de influencias que incluye a Chéjov, Mansfield, Aldecoa, Quiñones, Cheever, Carver, Julio Ramón Ribeyro, Mercè Rodoreda, Alice Munro, Antonio Pereira, tantos otros. Estoy en su gozosa compañía ahora mismo. No sé hacia dónde evolucionaré. Lo sabré escribiendo cuentos.